
Ayer, mientras la inmensa mayoría se preparaba para visitar los cementerios, yo tomaba por ese camino de la Colada que enfilo esas mañanas en las que el cuerpo no me pide tirar por la Vía Verde, por estar muy transitada en los días festivos, y según avanzaba por ese camino flanqueado por pinos y chumberas que tanto me gusta, por tener esa absurda fantasía de que alguna mañana, tras algún recodo, veré aparecer un centurión al galope, escapado de alguna de las películas de romanos que devoraba cuando era niño, pero lo que realmente ví me descorazonó:
Tal y como predijeron en agosto del año pasado aquellos dos temporeros llegados desde Medina Sidonia (*) para recolectar higos, todas las chumberas están invadidas por unos organismos de color blanquecino que están acabando con ellas fulminantemente, porque creo recordar que a finales de agosto, cuando al volver de La Habana di mi último paseo por este camino, no vi ni fui consciente de un desastre que ha arruinado el paisaje atemporal de mi paseo favorito, con muchas hojas al pie de sus plantas, tan vencidas y podridas ya como mis fantasías con el centurión romano al mando de una legión…
En el camino de vuelta a casa ya no tuve otro pensamiento más pivotando entre mis sienes, porque el desastre de estas chumberas, condenadas a desaparecer sin que nadie le ponga remedio, es mucho más grave de lo que mis ojos llegaron a percibir en mi travesía, como confirmación de aquel temor al que por entonces no quise resignarme: la evidencia irreparable de otro mundo que agoniza, un símbolo más de la decadencia de un estado de cosas que creía seguro porque crecí creyendo que estas chumberas, tan humildes y ancestrales, eran invencibles.
Ya en casa, me animé al salir al patio para saludar a la palmera de abanico que inesperadamente surgió meses atrás en la ranura entre la última losa del suelo y la pared, y que ha crecido tanto en estos casi dos meses de mi ausencia por los preparativos y el viaje a Alejandría para montar allí la exposición de ‘Jaime Gil de Biedma, según sentencia del tiempo'(**), que su altura y fortaleza reconfortaron mi ánimo pensando que ahora ya me conformo con vivir lo suficiente para que sus hojas me den sombra algún día, mientras me recreo leyendo ‘El libro de las palmeras’, del botánico H. Walter Lack, aún pendiente en la mesilla junto a mi almohada.