
Pedro Sánchez apura sus últimos días de vacaciones en Doñana. Y está a punto de conseguir que nadie logre una foto en la que pueda vérsele relajado. Hubiera sido mala imagen para el presidente del Gobierno en funciones que alguien inmortalizase algún momento con Begoña, su esposa, con sus hijas o, como hizo el año pasado, con su perro.
La consigna de Moncloa y Ferraz estaba clara en esta ocasión. Nada de fotos. Porque ello sería como darle munición al enemigo. La derechona (la política y la mediática) no le habría perdonado que respire aire puro en Doñana mientras España está sumida en un bloqueo de gobernabilidad (que cursi suena) por culpa de Casado y Rivera, que prefieren llevar el país al precipicio antes que permitir la investidura del candidato que eligieron los españoles para sentarse, de nuevo, en el sillón presidencial.
Por eso, Sánchez no dudó ni un segundo a la hora de ordenar que se blindase el entorno del Palacio de Marismillas, ese cortijo del todo gratis al que los presidentes, sean del color que sean, gustan de venir para alardear de relaciones internacionales.
Se quejan algunos bañistas en las redes que el despliegue de seguridad del presidente le impida acceder a determinadas zonas para salvaguardarle de objetivos indiscretos y protegerle.
Seguramente lo mismo harían en su día los Rajoy, Zapatero, Aznar o González, pero, ay, la memoria es corta y ya no nos acordamos.
Pedro Sánchez apura sus últimos días de vacaciones (hasta el miércoles está previsto que permanezcan en Doñana los guardias civiles destinados a la zona) y el teléfono de Pablo Iglesias sigue sin sonar.
Ojalá y estos días de asueto con los suyos en el Palacio de Marismillas hayan servido para que el presidente comprenda que es quien tiene la responsabilidad de lograr apoyos para su investidura y evitar llevar al país a nuevas elecciones. Solo él.