Todos teníamos grandes expectativas. Reconozcámoslo. El debate a cinco se presentaba como una oportunidad única para confrontar, de manera definitiva y palpable los programas de las diferentes organizaciones políticas que van a competir por nuestra confianza el día 10 de noviembre. Hasta ahora, los ataques y las ofensivas lanzadas contra los adversarios habían tenido blancos indirectos, por cuanto al no lanzarse y recibirse cara a cara, su efecto mediático se diluía, y su carencia de inmediatez provocaba que el oponente pudiera capitalizar un resultado positivo de una maniobra equivocada. En este debate todo eso cambiaba, y los electores, como humanos que somos, deseosos de probar la sangre de nuestros políticos, queríamos y esperábamos espectáculo. Mucho espectáculo. Especialmente a resultas de las agitadas encuestas y de la irrupción de VOX, un actor duro y radical, aparentemente sin pelos en la lengua, ocupando el rol outsider que otrora tuviera PODEMOS, en aquellos tiempos del ‘asalto al cielo’ marxista para la Generación Peter Pan.
Pero sucede lo siguiente: un debate que se precie, de los de verdad, o es entre dos o no es un debate. La dinámica interpersonal es tan seductora que ni los más recalcitrantes anti-bipartidistas pueden sustraerse a ella. El fuego en los ojos y el veneno en la lengua en la arena del combate generan siempre una expectativa muy superior a la de un descafeinado debate a cinco. La principal diferencia entre ambos formatos radica en los propios candidatos. En el debate a dos, la improvisación es mucho mayor y las características y habilidades personales de la persona individual se ponen de manifiesto y son sometidas a un escrutinio sin piedad. En el debate a cinco, el perfil personal es sustituido por la receta artificial cocinada por los asesores de comunicación, que perfilan, pactan y acuerdan. El candidato se mueve en un escenario más encorsetado, que deja muy poco espacio para la improvisación y para que el maquillaje y los trajes revelen al ser humano que hay detrás. Y eso es lo que sucedió ayer. Por eso muchos tuvieron aquella sensación extraña en el cuerpo cuando terminó el encuentro de ‘sí, está bien, ¡pero me esperaba más!’
Y los candidatos respondieron al contexto, para bien o para mal. Ahí estaba Pedro Sánchez, visiblemente incómodo en este formato, sabiendo, como sabe, que su artificialidad que apenas logra camuflar su vacío humano se pone de manifiesto con una pasmosa contundencia, dejando ver su principal debilidad: la inseguridad personal. De ahí la incapacidad manifiesta para contestar a las interpelaciones y la mirada hacia abajo con disimulo mientras fingía tomar notas para responder algo absolutamente diferente a lo que se le había dicho, a grandes rasgos, su programa electoral, vez tras vez, hasta su asimilación con la cara de cartel. No menos desdibujado anduvo Rivera, que proyectó sobre el público todo el pánico que su equipo siente ante las encuestas y, a falta de cachorritos en brazos, buenas son descalificaciones. Su nerviosismo se transformó en comedia cuando, haciendo gala a su estilo, nos obsequió con un adoquín made in Barcelona, que no produjo otra cosa más que hilaridad y que hizo muy poca justicia a los auténticos damnificados por la violencia independentista.
Mejor estuvo Iglesias, que domina a la perfección el escenario y sabe jugar con los tiempos más que ningún otro. Su serenidad y su seguridad le permitieron poner en jaque a un Sánchez que sabe que sólo es Presidente porque milita en el PSOE y porque las huestes de podemitas le dieron sus votos. Pero por nada más, oportunismo y carencia de escrúpulos aparte. El líder morado se sabe cabeza moral de la oposición, o a sí se concibe él, y entre súplicas y ruegos de coalición, dejó claro quién es quién en esta danza infernal. Lo que no esperaba es que un claro aunque reiterativo y espeso Santiago Abascal le jugara duro con los asesinatos en masa del Comunismo y la simpatía natural de Iglesias por los pro-etarras y los independentistas. Si su insuficiencia programática no fuera tan evidente, Abascal podría coronar con éxito su proyecto de dar voz a las clases medias. Pero sus planteamientos de ilegalización del PNV (se pueda simpatizar con él o no) hallan un paralelo innegable con los propósitos del PSOE y de PODEMOS de ilegalizar a todas aquellas asociaciones o partidos de ‘ideología franquista o fascista’. A nadie se le escapa que si se proyectase lo propio con los de ‘ideología socialista o comunista’, contando el número de muertes y de regímenes dictatoriales, poco iba a durar aquí nadie.
La gran sorpresa fue Pablo Casado, que parece haber afrontado con dignidad la difícil tarea de levantar, aunque de manera precaria, a un PP desmoralizado y herido por la corrupción, que además tuvo el deshonor de ser el primero partido destronado por una moción de censura, por Pedro Sánchez, nada menos. Aunque no es un líder con el carisma y la fuerza personal necesarios para arrastrar a las masas y generar ilusión en su proyecto, su contención alejada de aspavientos y de los sectarismos de moda (teniendo en cuenta que había un comunista y un reaccionario en la sala) es de valorar. Y le ha permitido presentarse en el debate como alternativa válida y segura, aunque sea por descarte. El que no se consuela es porque no quiere. No terminó de rematar la faena y evidenció que tiene menos habilidad política que sus contrincantes en el espectro de la ‘Derecha’, pero su sobriedad es un valor que el votante que tiene que preocuparse ya de bastantes problemas diarios como para ponerse a cavilar sobre la cordura de sus políticos puede saber apreciar el día de las elecciones.
Con todo, nadie fue ajeno al aire de fotocopia barata que tuvo todo el evento, un efecto déjà vu que dejó la amarga sensación de que se espera demasiado de la ‘nueva política’, que lejos de ser nueva, implica en muchos casos la sustitución de los ideólogos por los asesores de márketing y la eliminación de los principios y de las ideas sinceras por el producto plastificado del cinismo electoral apto para el consumo de todos. Lo que vimos ayer, en definitiva, no fue un debate, sino un intercambio de las tarjetas de visita de esos nuevos ingenieros del alma humana que son los comunicadores políticos 2.0.