El impacto de la Inteligencia emocional sobre el genoma

En el campo de la biología molecular, existe una interesante rama en constante auge que cada vez está teniendo más peso en la investigación científica y clínica. Nació a mediados de la década de los 50 del siglo XX, de la mano de Conrad H. Waddington, y desde entonces, con una amplia investigación al respecto, ha ido aportando reveladoras conclusiones sobre la naturaleza y funcionamiento de nuestro código genético. Hablamos de la Epigenética, que podría resumirse en la siguiente frase: «No somos tanto nuestros genes, como el resultado del ambiente al que los sometemos».

Como lo afirmaba la Dra. en Biología (UCM) Carmen Vida en su ponencia del Máster en Inteligencia Emocional multidisciplinar, la Epigenética es la “memoria molecular que se hereda”, y a través de esta disciplina podemos estudiar todos aquellos mecanismos no genéticos que alteran la expresión genética –sin que haya cambios en la secuencia de ADN–, y varias investigaciones han concluido que el ambiente, en su visión más general, es un elemento altamente condicionante del fenotipo, que hace que algunos genes estén activados en exceso o demasiado silenciados (metilados)–. Esta expresión genética (fenotipo) puede cambiarse lógicamente mediante el mecanismo clásico (por mutación), pero también por la vía epigenética.

La Epigenética tiene una relación directa no sólo con la genética y la biología molecular, sino también con la Inteligencia Emocional o la Psiconeuroinmunoendocrinología, y cobra especial importancia un concepto como el de ambioma –conjunto de elementos no genéticos, cambiantes, que rodean al individuo y que junto con el genoma y el proteoma conforman el desarrollo y construcción del ser humano, o pueden determinar la aparición de una enfermedad– sobre el que se configura la expresión genética y el desarrollo del individuo.

¿Qué elementos de este ‘ambiente’ deciden el fenotipo? Sin múltiples los factores que poseen una implicación directa o indirecta de la expresión de nuestros genes. En el ambioma, por lo tanto, caben variables tan dispares como las emociones, la calidad de las experiencias de vida, el medio ambiente (contaminación, exposición a tóxicos, etcétera), situaciones de pobreza-exclusión, el estado de la madre durante la gestación, la alimentación, la personalidad-carácter de la persona, su grado de autoestima y nivel de optimismo-pesimismo, el tipo de vínculo de apego (materno y paterno) en la infancia o la gestión del estrés y la ansiedad.

La herencia epigenética

La herencia, por lo tanto, va mucho más allá de los genes, y una clara prueba de ello se encuentra en los casos de gemelos (univitelinos o de un mismo cigoto), que comparten el mismo genoma, y sin embargo la expresión de los genes es dispar. Algunos estudios apuntan incluso a una prematura ‘programación fetal’, y es que los hábitos de la madre, su alimentación, situación económica o las emociones que siente ya generan importantes cambios en el epigenoma del bebé en gestación.

Las marcas epigenéticas se heredan desde el desarrollo embrionario y se transmiten a la descendencia

Por otro lado, un entorno altamente estresante en la madre gestante –derivado, por ejemplo, de la pobreza o de una ansiedad incontrolable, o debido a la proliferación de emociones negativas– puede tener consecuencias directas en el feto y sus gametos, y el establecimiento de marcas epigenéticas durante las primeras etapas de la vida, en un contexto de estés, puede tener consecuencias prolongadas en el tiempo.

Esta situación podría provocar que se repriman, activen o silencien determinados genes implicados en la regulación del estrés y la ansiedad, favoreciendo así alteraciones conductuales cuando ese bebé se hace adulto. En otras palabras, los estudios científicos corroboran que las marcas epigenéticas se heredan desde el desarrollo embrionario y se transmiten a la descendencia.

Estudios apuntan a casos muy concretos y reveladores, como el que muestra cómo los bebés de mujeres que estaban en gestación cuando ocurrieron los atentados del 11-S de 2001 en Nueva York (desarrollando estrés postraumático) presentaban bajos niveles de cortisol en su saliva: tras el primer año de vida, incluso en años posteriores, desarrollaban un patrón conductual de estrés postraumático –a pesar de no haber experimentado situaciones traumáticas en la vida–, además de otros síntomas como la fatiga crónica y la depresión.

Otro experimento, esta vez sobre descendientes de personas que sobrevivieron al Holocausto nazi, mostró que sus descendientes desarrollaron estrés postraumático y un patrón epigenético muy alterado y similar al de sus padres supervivientes, sin que hubieran experimentado situaciones ni de lejos parecidas.

Una buena gestión emocional

Los expertos en Epigenética, como la Dra. Carmen Vida, otorgan una relevancia clave a la Inteligencia emocional, basándose en estudios que han demostrado que cuando estamos felices, ese estado emocional tiene un poderoso efecto sobre los mecanismos epigenéticos.

Desde bebés podemos haber sido ya ‘programados’ para la ansiedad o la depresión en el futuro

La recomendación, por lo tanto, es desarrollar estrategias, métodos y técnicas que favorezcan los pensamientos positivos, el optimismo, la gratitud o los buenos vínculos sociales, favoreciendo la generación de hormonas y/o neurotransmisores imprescindibles y ‘positivos’ como la oxitocina, la dopamina, la serotonina y la DHEA (dehidroepiandrosterona), en detrimento de otras ‘negativas’, como el cortisol, la hormona que regula el estrés.

Por esta razón, un buena camino para lograr ‘cambiar nuestros genes’ a mejor es el de entrenar nuestra Inteligencia emocional –con formaciones como el Máster en Inteligencia emocional, Psicología Positiva, Neurociencia, Ciencias de la Felicidad, el Bienestar y la Salud del Instituto Psicobiológico–, fomentar la Psicología positiva, el optimismo inteligente y cultivar un buen autoconcepto-autoestima, además de propiciar siempre acciones que redunden en el bienestar y en nuestra salud.


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